Lic. Ana Campelo
Quisiera compartir
con ustedes algunas reflexiones a propósito de los dispositivos a través de los cuales
nuestra sociedad procura abordar la violencia en las escuelas. A qué lógica
responden, cómo inciden en la construcción de subjetividad y en el modo en que
nos relacionamos con el otro, son algunas de las preguntas que me interesa
plantearnos.
Consideramos la violencia como un fenómeno social e
históricamente determinado. Por tanto creo fundamental iniciar estas
reflexiones con una lectura de los rasgos de la época, ya que constituyen las
coordenadas actuales desde las cuales comprender este fenómeno. Sin ánimos de
exhaustividad, me interesa focalizar en algunos de ellos.
1. Pensar los vínculos hoy
1.1. Declinación de la
autoridad y fragmentación del lazo social
La retirada del Estado de Bienestar, aquel que
se propone garantizar la protección de los sectores socialmente más vulnerables,
tuvo entre sus consecuencias el surgimiento de una sociedad fuertemente
polarizada y en la que altos porcentajes de la población se encontraron
excluidos del acceso a todo derecho.
La desigualdad económica y social, que alcanzó
en esos años la forma alarmante de la exclusión, junto con el desmantelamiento
de los mecanismos solidarios de protección social, provocó la ruptura de los
lazos sociales. La ruptura de este entramado constituye la base de la violencia
social en la época actual. Rotos los lazos de solidaridad lo que prima es la
desconfianza y el temor, el otro se constituye en potencial enemigo.
También como producto de la implementación de
políticas de vaciamiento del Estado, las instituciones propias de la
modernidad, como la escuela y la familia, se han visto cuestionadas en su
capacidad de sostener un orden simbólico.
El cuestionamiento a estas instituciones tuvo
su correlato en la declinación de las figuras a las que las mismas conferían “autoridad”:
docentes y padres. Éstos ya no detentan autoridad por el solo hecho de serlo, de
ocupar un determinado rol, sino que deben construirla en las interacciones
cotidianas. Lo que en sí mismo no es bueno ni malo, pero abre una transición y
plantea un desafío.
Y esa transición no es sin efectos sobre el
lazo social. Puesta en cuestión la autoridad, fundamentalmente en su capacidad
de regular las relaciones de modo tal de que haya un lugar en la sociedad para
todos y cada uno, los individuos quedan librados a su “suerte”, no poseen
ningún freno a sus deseos pero tampoco nada que los ampare. Quedan a merced del
otro. Lo que prima es la ley del más fuerte.
1.2. Una sociedad que empuja al miedo
Vivimos en una sociedad que manda a temer, a
ver en el otro no nuestro prójimo o semejante, sino una amenaza, una fuente de
peligro. Cámaras de seguridad, detectores de armas, rejas, barrios privados,
seguridad privada, incluso giros del discurso como por ejemplo las categorías
dicotómicas de víctimas y victimarios, o acosadores y acosados, nos alertan a
cada instante sobre el riesgo que supone la existencia de un otro. Pareciera
que un nuevo imperativo nos rige: “temed los unos a los otros”, “cuidaos unos
de los otros” (no unos a los otros).
Capturados por este imperativo, creamos cada
vez más dispositivos que pretenden abordar la violencia –en la sociedad y en
las escuelas- desde una lógica inmunitaria o de defensa. Sin embargo, lejos de
defendernos, éstos aumentan el circuito de la violencia. Es la paradoja de la
seguridad a las que alude Andrea Botas, una colega psicoanalista, en su
artículo así titulado, que forma parte del libro “Violencia en las Escuelas”,
compilado por Mario Goldenberg.
Es que, a diferencia de lo que sugieren los
medios de comunicación y nos dicta el sentido común, el miedo y la desconfianza
en el otro no son necesariamente las consecuencias sino que son causa de
violencia o, al menos, la reproducen y perpetúan.
Tal vez resulte difícil realizar una operación
de inversión entre ambos términos y pensarlo de este modo. Lo más simple es
pensar que la violencia produce miedo y seguramente esto es en parte cierto. Sin
embargo, si nos representamos al otro como amenaza muy difícilmente lo
consideremos nuestro semejante. Es “él o yo”, no hay coexistencia posible, y ante
la disyuntiva, la lógica que predomina es la de la eliminación. El otro vuelto
potencial enemigo es entonces el otro excluido, el otro rechazado, lo que se
traduce en una mayor fragmentación del lazo social.
De lo anterior podemos concluir que no sólo la
violencia produce miedo, sino que el miedo produce violencia. Pongamos sino
como ejemplo, la violencia que supone el hecho de que los sujetos en
condiciones de vulnerabilidad ya no sean considerados sujetos en peligro, sino sujetos
temidos, sujetos peligrosos, de los cuales hay que cuidarse. Silvia Bleichmar,
en Dolor país, un ensayo que escribió en plena crisis del 2001 y que tituló en
contrapunto con un término muy presente en aquel entonces: “riesgo país”,
señalaba como la indiferencia frente al dolor del otro es también una forma de
violencia.
|
Silvia Bleichmar |
Esto no es sin efectos sobre la construcción
de subjetividad y sobre los modos de relación al otro. Se produce un circuito
de violencia que se retroalimenta: la fragmentación del lazo genera miedo y
desconfianza, los dispositivos que se piensan desde esa desconfianza producen
mayor fragmentación del lazo y por lo tanto mayor violencia y mayor miedo y,
finalmente, mayor demanda de dispositivos. Como advierte Gabriel Kessler, al
ser entrevistado por Página 12 en relación con la problemática de la
“inseguridad”, se trata de una “demanda necesariamente insatisfecha”. En este
sentido resultan dispositivos iatrogénicos, ya que no sólo no resuelven el
problema sino que lo agravan.
|
Gabriel Kessler |
Roberto Esposito, filósofo
italiano, en su libro “Inmunitas, protección y negación de la vida”, se sirve
de la metáfora de las enfermedades autoinmunes para explicar los efectos de los
dispositivos de defensa ante el riesgo en sociedades como la nuestra. Según
plantea este autor, paradójicamente los dispositivos que se despliegan con el
propósito de defensa, lejos de ser eficaces, terminan atentando contra la vida
misma. Plessner, H y Gehlen, A., citados por Esposito en la introducción a su
obra(2), aportan una interesante reflexión que contribuye a develar el funcionamiento
de este circuito: “Ese síndrome autoprotector produce el efecto contrario al
deseado; en vez de adecuar la protección al efectivo nivel de riesgo, tiende a
adecuar la percepción del riesgo a la creciente necesidad de protección,
haciendo así de la misma protección uno de los mayores riesgos”.
2. Los lazos en los tiempos del “bullying”
Hace ya varios años, la
violencia en las escuelas se ha instalado como problemática prioritaria en los
medios de comunicación y en la agenda social. Y en los últimos dos, a partir de
un caso resonante que publicó la prensa, asistimos al auge como discurso
predominante –por no decir hegemónico- del “bullying”. Este fenómeno ocupa toda
la escena mediática, llegando incluso a confundir uno con otra, olvidando o
desconociendo que éste es una de las formas posibles de violencia en las
escuelas, no la única. Los medios cubren supuestos casos de bullying, los especialistas
opinan sobre el tema, proliferan las campañas de prevención, se escriben libros
y materiales, se ofrecen capacitaciones que orientan sobre cómo intervenir en
caso de que ocurra.
Ante tanto auge discursivo, podríamos suponer
la existencia de una nueva forma de maltrato entre pares o su aumento en forma
considerable durante los últimos años. Sin embargo, ya en 1970, Dan Olweus,
psicólogo noruego autor de los primeros estudios sobre el tema, decía que el
fenómeno no era nuevo pero que al parecer habría crecido. Y por su parte, los
estudios actuales sobre la violencia en las escuelas no permiten sostener que el
fenómeno haya aumentado, entre otras cuestiones porque la mayoría de ellos no
lo indaga en forma directa o cuando lo hace, porque no existen mediciones
anteriores como para analizar su evolución.
No se trata entonces de un fenómeno nuevo ni
en significativo y comprobado crecimiento. Esto nos obliga a preguntarnos qué
rasgos de nuestra sociedad han facilitado que el tema tuviera tal repercusión,
que penetrara tan profundamente en el discurso de la época. Y valga la
aclaración de que no me refiero a la existencia del acoso en las escuelas, que
es un fenómeno que si bien no es nuevo existe y del cual es necesario ser
consciente para poder intervenir adecuadamente, sino a las condiciones de la
época que hicieron posible que este discurso se instale del modo en que lo hizo.
Esto sí es una novedad.
Permítanme plantearles tres hipótesis:
La primera es que el
discurso acerca del bullying que circula socialmente responde al imperativo de
época: “teme y cuídate del otro”. Y en este sentido, es un discurso que rechaza
el lazo.
Me interesa compartir con ustedes algunos
efectos del discurso en distintos órdenes de la vida social y escolar para
graficar mejor lo que intento decir.
En la actualidad son varios los países que han
avanzado en la regulación normativa del bullying, sancionando leyes que tienen
como objeto específico a esta forma de violencia entre pares. Más allá del
recorte sumamente restringido de su objeto, que nosotros desde ya cuestionamos,
estas leyes por lo general parten de la equiparación entre acoso-delito. Desde
esta analogía, promueven la “denuncia” y la judicialización de las relaciones en
las instituciones educativas. Es un ejemplo la Ley promulgada en Massachusets (2010), que exige
denunciar por vías judiciales los casos extremos de bullying.
|
Gobernador Deval Patrick firma una mejora a la legislación contra la ley anti bullying promulgada en el 2010 por el Estado de Massachusets |
Y si nos remitimos a los orígenes de la investigación
sobre este fenómeno, el discurso criminalizante se encuentra presente desde aquel
entonces. Ya en 1982, Olweus sostiene la existencia de “víctimas” y “victimarios”,
distinguiéndose las primeras en “víctimas pasivas” y “víctimas provocadoras”.
Es al menos sugestivo el uso de categorías provenientes de la Victimología
clásica, ciencia aplicada al delito y al derecho penal. La clasificación de las
víctimas propuestas por Olweus se corresponde con la taxonomía de víctimas propuesta
por Mendelshon, referente de este campo del saber. Según este autor, “víctima
provocadora” es aquella que “por su conducta incita al autor a cometer ilicitud
penal”. Es una de las categorías en las cuales la víctima “es más culpable que
el infractor”.
Pero no se trata sólo de un discurso que
erosiona los vínculos entre pares, como podría suponerse en un primer
acercamiento al mismo, sino que también alcanza a los vínculos entre alumnos y
docentes.
Al respecto es interesante detenernos en el
argumento de “Bully”, un videogame de uso frecuente entre los adolescentes. El
protagonista es un chico que ha sido acosado por sus compañeros y, como los
docentes nunca intervinieron para poner un límite a la situación se ve obligado
a “vengarse” por sus propios medios. El jugador va sumando puntos en la medida
en que maltrata a quienes lo han maltratado. Los métodos pueden ser
espeluznantes, equiparables a los utilizados en una sesión de tortura como, por
ejemplo, sumergir la cabeza en el inodoro. Pero lo que me interesa es señalar
cómo la inacción por parte de los docentes es parte del relato: no sólo “el
otro es tu enemigo”, sino que “nadie hará nada por protegerte y deberás hacerlo
tú mismo”. Se trata de un discurso que encuentra cabida en una sociedad que ha
visto declinar sus formas de ejercicio de la autoridad, pero que a la vez obstaculiza
el surgimiento de nuevas formas, con los efectos sobre la subjetividad que esto
supone: el aumento de la sensación de desamparo y el miedo frente al otro. El
círculo se cierra sobre sí mismo.
Este pareciera ser también el argumento que
subyace a la legislación sobre el bullying que ha proliferado en otras partes
del mundo. Si en la ley promulgada por el Estado de Massachusets son los
estudiantes los que deben ser denunciados en casos extremos, en las leyes
promulgadas en Chile y en Colombia, son las autoridades de la escuela quienes
pueden ser sancionadas “si no adoptaran las medidas correctivas, pedagógicas o
disciplinarias”. Cuáles son esas medidas por supuesto que es terreno de
disputa, y las que lo son para unos pueden no serlo para otros. Esto no sería
un problema en sí mismo, siempre hay diferentes versiones sobre un mismo hecho
y diferentes opiniones sobre sus posibles modos de resolución. El problema es que desde la lógica
inmunitaria, desde la percepción del otro como peligro, la única opción es
eliminarlo (sacarlo del grupo o de la institución, si lo planteamos en términos
escolares). Toda otra intervención que pueda responder a otra lógica va a ser
rechazada, leída como “la escuela y los docentes no hacen nada”.
Los efectos ya comienzan a advertirse en las
relaciones cotidianas. Actualmente existen situaciones en los primeros grados
de la escuela primaria que han empezado como conflictos entre los chicos pero
que terminan con la participación de abogados (que en algunos casos cobran
interesantes sumas por ello). Y no creo que haga falta aclarar que la denuncia
y la presencia de abogados en la escuela, lejos de resolver los conflictos, los
potencia alejando cada vez más las posibilidades de una resolución no violenta.
Los invito a que haga cada uno de ustedes su propia experiencia: busquen por
Internet los términos “bullying + asesoramiento jurídico” y podrán encontrar
los estudios jurídicos que ofrecen sus servicios.
La segunda hipótesis que
me interesa compartir con ustedes es que el discurso del bullying rechaza la
subjetividad y la diferencia, aquello que nos hace sujetos únicos e
irrepetibles.
Mientras me preguntaba sobre los motivos de la
escalada de la cobertura mediática del tema, recibí información acerca de la
incipiente publicación del DSM-V (Diagnostic and Statistical Manual of Mental
Disorders o Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales) de
la Asociación Estadounidense de
Psiquiatría (American Psychiatric Association o APA). Los DSM
son manuales que realizan una exhaustiva clasificación de las patologías
mentales en “trastornos”. Dicha clasificación generó una fuerte polémica con
los profesionales de diferentes campos ligados a la educación y a la salud, preocupados
por el crecimiento y desarrollo de niños y jóvenes. Estos actores han alzado
sus voces para cuestionar la alianza entre la industria farmacéutica y el
cientificismo positivista para la comprensión de los trastornos mentales, que
ha derivado en el abuso de diagnósticos y de la administración de
psicofármacos.
|
Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales de la Asociación Estadounidense de Psiquiatría |
Decidí consultarlo con el propósito de indagar
si allí se incluía “el bullying” como trastorno mental. No pude hacerlo (el
DSMV no se había publicado aún), entonces consulté el DSM IV (1994).
Allí el acoso es identificado como patología
mental asociada a una de sus categorías diagnósticas: el “trastorno disocial”. Según
este manual, los niños o jóvenes que acosan a sus pares pueden presentar un
trastorno disocial, que consiste en “presentar un patrón repetitivo y
persistente de comportamiento en el que se violan los derechos básicos de otras
personas o normas sociales importantes propias de la edad, manifestándose por
la presencia de al menos tres criterios de los siguientes en un período de 12
meses, o un solo criterio en los últimos seis meses. Uno de los criterios que
se enuncian es si “fanfarronea, amenaza o intimida a otros”. La transcripción
es textual.
Una indagación con mayor profundidad sobre el
contexto en que tuvieron lugar las primeras conceptualizaciones sobre el tema, me
posibilitó comprobar que la historia de la visibilización y de la investigación
sobre el bullying es sin lugar a dudas la historia de su inclusión como
categoría diagnóstica en los DSM u otros sistemas de clasificación de las
enfermedades mentales, como por ejemplo CIE. No
parece casual que la fecha en que se inician los primeros estudios sistemáticos,
se corresponda con la de publicación de la tercera edición del DSM en1980. De
esta edición data justamente la inclusión del trastorno disocial.
Es Olweus quien, aunque sin hacer referencia
explícita, utiliza la misma terminología que el DSM cuando afirma que “también
se pueden entender el acoso y las amenazas entre escolares como un componente
de un modelo de comportamiento antisocial opuesto a las normas (“desorden de
conducta”) más general”. El término “desorden de la conducta” había sido
introducido por esta tercera edición reemplazando a “trastornos del
comportamiento”, utilizado hasta ese momento. Una lectura atenta de su obra
deja ver claramente cómo ésta se inscribe en esta corriente de pensamiento
cientificista y de marcadas bases conductistas.
Nadie duda de que quien se encuentra inmerso
en una situación de violencia, sea desde la posición que sea, sufre. Pero ese
sufrimiento, ese malestar es singular, propio de cada sujeto y de cada
situación. Sin embargo, para los DSM no hay sujetos únicos e irrepetibles que
sufren sino portadores de trastornos.
Se trata como puede verse de un discurso que
hace del sufrimiento, de una posición subjetiva, una patología estandarizada,
idéntica en todos los casos. Se trate de perfiles (recordemos que Olweus
identificaba características propias de los sujetos que los hace propicios a
ser “victimarios” o pasibles de ser victimizados) o de trastornos. Lo que se
sostiene en ambos casos es una postura patologizante, cuando no esencialista. Y tanto los perfiles como los trastornos
constituyen la base para etiquetamientos o estigmas. “Víctima pasiva o víctima
provocadora” o “victimario”, “acosador” o “acosado”, “débil” o “fuerte”,
“violento”, entre tantos otros posibles, son términos que califican al sujeto,
refieren a su identidad y al hacerlo la fijan, la cristalizan. Patologización,
medicalización, estigmatización y control de la infancia han sido consecuencia
de estos sistemas clasificatorios.
Analicemos la bibliografía sobre el bullying:
toda ella recomienda a los docentes la examinación
minuciosa de signos que de modo universal le posibilitan “detectar” que un
chico está siendo acosado, sin embargo, resulta
significativo que en ningún caso los aliente a prestar atención ante lo que
sucede a sus alumnos desde una perspectiva integral, que tenga en cuenta lo
subjetivo, lo propio y singular de cada sujeto, y también de cada grupo y de
cada situación. No es casual sino que da cuenta de un enfoque.
Entonces, para
concluir esta segunda hipótesis, dando de algún modo continuidad a la línea de
pensamiento de quienes comenzaron a estudiar el fenómeno allá por los años 70,
el bullying –o la
intimidación que es una de las posibles traducciones del término en español- se
inscribe en un sistema de clasificación y, por lo tanto en un modo de
pensamiento y de interpretación de la realidad, que rechaza la subjetividad y
la diferencia, y en tanto rechaza la diferencia, rechaza la alteridad.
Finalmente, la hipótesis
de que el discurso del bullying rechaza
el conflicto.
La postura patologizante que centra el
problema en atributos de los sujetos, al hacer de un conflicto una enfermedad,
al desconocer la compleja trama de relaciones en la que el
acoso o cualquier otra forma de violencia tienen lugar, niega el conflicto que es
inherente a las relaciones humanas.
Desde un enfoque relacional para la
comprensión de los hechos de violencia, que es el que sostenemos desde el
Observatorio, se asume que los roles dentro de ciertos espacios de relación
social, como puede ser el aula, constituyen posiciones contingentes. Desde este
enfoque, el acoso es comprendido como relaciones de poder entre pares, en las
que por diversos motivos algunos chicos buscan un espacio de poder o de
reconocimiento a través del maltrato o humillación de sus compañeros. No se
explica sólo a través de características de los sujetos, y mucho menos si éstas
son definidas en términos esencialistas, sino que es necesario ampliar la
perspectiva y pensar qué condiciones del grupo, de la propuesta escolar, de las
intervenciones docentes promueven ciertas formas de relación y no otras. Lo que
implicaría aceptar que el conflicto es inherente a las relaciones humanas y a
la conformación de los grupos, hacerle lugar y arreglarse con él, buscar los
modos de resolución no violenta.
Pero el discurso actual rechaza el conflicto. Ante
su presencia, la respuesta no es el debate, la confrontación por vías pacíficas
de los diferentes intereses y puntos de vista sino la denuncia. La idea de que
el otro es un adversario o enemigo alimenta la expectativa de eliminación del
otro. No hay diferentes versiones sobre un hecho y sobre sus posibles modos de abordarlo
sino que vale solo la propia. La recurrencia a un abogado –sin lugar a dudas consecuencia
de estas representaciones- obtura la posibilidad de que el conflicto se tramite
desde la escuela y con criterios pedagógicos.
Si hace al menos una década atrás el auge del discurso
de la mediación en el ámbito educativo daba cuenta de una sociedad que advertía
la existencia del conflicto y buscaba la forma de arreglarse con ello, actualmente
el auge del bullying pareciera estar dando cuenta de una sociedad que ha
decidido eliminarlo.
Sobre los dispositivos de la época
No sólo los problemas están atravesados por
los rasgos de la época. Las prácticas, las intervenciones, los dispositivos que
una determinada sociedad genera son artificios tan históricamente situados como
los problemas que intenta resolver a través de ellos. Responden a la
subjetividad de la época que los crea.
Leyes antibullying, líneas de denuncia o de
ayuda a la víctima, cámaras u otras medidas de vigilancia, sanciones que
atentan contra los derechos de niños y jóvenes son reclamos de una parte
numerosa de nuestra sociedad. Si algo tienen en común iniciativas como las
mencionadas es que todas ellas responden a lo que hemos señalado como un
imperativo de la época: “temed los unos a los otros”, “cuidaos unos de los
otros”.
Por este motivo quienes desde nuestros
diferentes roles nos ocupamos de la violencia en las escuelas, tenemos la
responsabilidad ética de no quedar capturados, de no obedecer ciegamente a este
imperativo o mandato para que los dispositivos que generemos no reproduzcan,
refuercen los sentidos, y por lo tanto, lejos de interrumpir o acotar los
circuitos de la violencia, los alimenten. Ya hace mucho tiempo atrás, Einstein decía
que no se puede resolver los problemas con la misma cabeza con la que se
generaron.
Porque los dispositivos no son inocuos. Si como
dice Agamben, tienen la “capacidad de capturar, orientar, determinar,
interceptar, modelar, controlar y asegurar los gestos, las conductas, las
opiniones y los discursos de los seres vivientes”(3), es fácil advertir que no
sólo dan respuesta a los problemas que atraviesa una sociedad sino que, al
hacerlo, producen subjetividad, modos de relacionarnos con el otro, formas de
ver un determinado problema. Producen incluso la demanda, necesariamente
insatisfecha, de más dispositivos.
Entonces, si nos proponemos que nuestras
prácticas e intervenciones, los dispositivos que creamos “abran el juego a lo impensado,
provoquen ruptura e introduzcan lo nuevo, interroguen lo cotidiano” (como sostiene
Beatriz Greco en el texto antes citado(4), creemos necesario que éstos apuesten:
- A la restitución del
lazo, del sentido de vivir junto a otros.
- A la participación en
la vida escolar, a embarcarse en proyectos colectivos.
- A hacer de la escuela un espacio que interpele los
intereses y deseos de niños y jóvenes y, también, de los docentes.
- A la construcción de nuevos modos de autoridad
pedagógica, que requiere la participación de toda la comunidad adulta (docentes,
familias, medios de comunicación, profesionales de la salud, u otros roles
comprometidos con el desarrollo y crecimiento de niños y jóvenes)
- A la escuela como
espacio de reconocimiento de la singularidad de todos y cada uno de los
sujetos que la habitan
Se trata de una propuesta contracultural y
contrahegemónica. Porque frente a un discurso que rechaza al lazo apuesta al
lazo, frente a un discurso que nos manda a cuidarnos unos de los otros apuesta
a cuidarnos unos a otros, frente a un discurso que erosiona la autoridad,
apuesta al ejercicio de la autoridad pedagógica, no desde una mirada nostálgica
de restauración, sino desde el reconocimiento de que ésta ya no se detenta por
el solo hecho de ocupar un rol sino que se construye en las interacciones
cotidianas.
Porque frente a un discurso que rechaza la
diferencia, apuesta a saber hacer con ella, frente a un discurso que rechaza el
conflicto, supone hacerle lugar al conflicto, a la confrontación no violenta de
puntos de vistas e intereses, frente a un discurso que homogeneiza, se proponen
el reconocimiento de lo singular de todos y cada uno de los niños y jóvenes.
Desde el sentido amplio que define Agamben,
los dispositivos pueden ser muchos: el lenguaje, una ley, una línea telefónica,
una encuesta y el informe de sus resultados, una intervención ante una
situación en una escuela. Por eso creo que es fundamental que podamos enunciar
criterios que nos orienten acerca de cuáles elegir y de cuáles alejarnos.
|
Giorgio Agamben |
Porque no es lo mismo ni tiene las mismas
consecuencias sobre la subjetividad y sobre el lazo al otro:
Hablar de “víctimas-victimarios” o de “acosadores-acosados”
que referirnos a chicos que agreden o que han sido agredidos o que acosan o
están siendo acosados (desde el Observatorio nos oponemos al uso de categorías
dicotómicas, provenientes de la
Victimología clásica más propias del delito y del derecho
penal, cuando son aplicadas a problemas
de convivencia entre pares, como así también al uso de cualquier otro término
que cristalice identidades).
Pensar una línea telefónica como línea de
denuncia o de “ayuda a la víctima”, 0800violencia o 0800bullying, que pensar
una línea telefónica como apoyo y fortalecimiento de los vínculos en la escuela
y en el sistema educativo.
Sancionar una ley sobre bullying, que en el
mejor de los casos hace un recorte parcial del objeto pero que en la mayoría de
los países en que se ha sancionado promueve la judicialización no sólo de la
infancia sino de las relaciones escolares, que una ley para la Promoción de la convivencia
y el abordaje de la conflictividad social en las instituciones educativas que
es la que finalmente sancionó por unanimidad nuestro Congreso de la Nación, en septiembre del
pasado año.
Realizar una encuesta que sólo indague
situaciones de violencia vivenciadas por los sujetos a ampliar su objeto a los
vínculos y las interacciones en la escuela. Sin lugar a dudas los resultados
van a ser distintos, y también el efecto de su difusión. Y cito aquí nuevamente
a Gabriel Kessler, quien en la entrevista mencionada sostiene que “el que busca
temor encuentra temor”, a lo que
agregaría que también produce más temor.
Cada uno de nosotros, desde el rol que nos
toque asumir, nos encontramos día a día frente al desafío de optar por
iniciativas, de desplegar intervenciones que apuestan al lazo o que, por el
contrario, responden a una lógica inmunitaria y, en consecuencia, producen
mayor fragmentación. No quisiera entonces finalizar sin invitarlos a compartir
estas reflexiones en relación con su propia práctica, que espero constituyan un
aporte a la hora de discernir entre unas y otras.
Ana Campelo
Lic. En Ciencias de la Educación
Coordinó el Observatorio Argentino de Violencia en las
Escuelas del Ministerio de Educación de la Nación, hasta abril de 2014.
Es asesora en la Comisión de Educación de la Cámara de
Diputados de la Nación.
Videoconferencia de cierre del Ciclo de Encuentros Virtuales: Orientación y Apoyo a las Escuelas sobre Convivencia. Criterios de Intervención y Análisis de Prácticas(1). Publicada en Revista Consecuencias, revista digital de Psicoanálisis, Arte y Pensamiento, edición 12 mayo 2014: www.revconsecuencias.com.ar
Notas
(1)
El
Ciclo fue realizado durante el 2013 por el Observatorio Argentino de Violencia
en las Escuelas y el Programa de Fortalecimiento y Desarrollo Profesional para Equipos
de Apoyo y Orientación, ambos del Ministerio de Educación de la Nación.
(2) Citado a su vez por Andrea Botas, en el
artículo antes mencionado.
(3) Citado por Beatriz Greco en “Sobre los
dispositivos y la intervención institucional. Sugerencias para pensar la
construcción de dispositivos”, conferencia de apertura de este último
encuentro.
(4) Cabe aclarar, a los fines de no provocar
confusión conceptual, que Beatriz se refirió en la apertura a los dispositivos
para la intervención institucional, mientras que este texto refiere
fundamentalmente a los dispositivos en tanto artificios que construye una
sociedad.