Juan Otero, ex
director de Psicología Comunitaria del Ministerio de Educación bonaerense, dice
que el aparato disciplinario tiene que incorporar la diferencia y regularla.
Los adultos –los docentes y los padres– no pueden dejar en manos de los pibes
la regulación del conflicto porque no tienen las herramientas. No están
políticamente preparados para administrar las normas de prohibición. El chico
se vuelve un tirano cuando la ley pública resigna su poder. El silencio otorga,
autoriza, por una vía subterránea (y a veces con la complicidad manifiesta del
adulto) la violencia. El bullying es a
menudo el resultado de la renuncia a la responsabilidad política de los mayores
de educar. En esa ausencia hay solo víctimas, y el agresor es el brazo ejecutor
de aquello que le fue cedido. Es el miembro extremo que emerge de la violencia
indiferenciada.
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